Lisímaco Peralta: Una Canción y 44 Balazos

Buena parte de las canciones vallenatas consideradas como clásicas narran vivencias, pasajes y anécdotas, o son manifestaciones de amor o de nostalgia. En síntesis, las letras son inspiradas por sucesos o sentimientos pasados o presentes. Los compositores convierten en personajes populares a sus amadas, amigos y compadres, quienes inspiran al artista. Muchas veces por fortuna la melodía es premiada con el éxito.

La Locura

La relación del homenajeado y la canción, es de orgullo y gratitud pues significa su ingreso al universo creativo del compositor el cual inmortaliza su nombre en el canto. Es el caso, por ejemplo, del tema “Lluvia de Verano” de la autoría del maestro Hernando Marín Lacouture, inspirada y dedicada a su amigo Lisímaco Peralta, el cual marcaría el destino de su protagonista.

En mayo de 1978 se lanza el álbum La Locura, grabado por el entonces joven cantante guajiro Diomedes Díaz, quien frisaba los 21 años, acompañado en el acordeón por su paisano Juancho Rois, dos años menor que él. Ninguno de los dos jóvenes talentos intuía la magnitud del éxito que alcanzaría un trabajo musical que a la postre los consagraría como grandes del folclor.

El acordeón con que interpretó Rois aquellas melodías ni siquiera él mismo pudo repetirlo en otros discos. Una posible influencia del sacerdote capuchino italiano Hilario de Pescosolido, conocedor de música sacra y experto en acordeón piano y armonio, con el que Juancho tomó clases a su paso por el colegio La Divina Pastora de Riohacha, puede explicar la singular evocación barroca en temas como “Acompáñame” y “ El alma en un acordeón”. El álbum aún hoy es considerado un hito dentro de la música vallenata. Siete de los doce temas del LP se convirtieron en éxito inmediato: “Acompáñame”, “La Piedrecita”, “El Alma en un acordeón”, “Vendo el Alma”, “Lo más bonito”, “Sol y Luna” y, por supuesto, “Lluvia de Verano”.

La locura fue el nombre más apropiado para el disco, no sólo porque musicalmente constituía un derroche de talento incomparable, sino porque reflejaba acertadamente la convulsa época que se vivía en La Guajira. Y es que en 1978 se iba a producir la más grande cosecha de marihuana de toda la bonanza: Las 75.000 hectáreas de cannabis sativa sembradas en la Sierra Nevada (en la parte guajira) simulaban un inmenso delantal.

El cultivo y exportación de marihuana se habían convertido en el mayor generador de empleo rural y urbano en la media guajira y parte del sur del departamento. El campesino emocionado recibía montones de dinero que nunca hubiesen llegado a sus manos sembrando yuca o plátano. Era la locura. Así mismo, la alta capacidad adquisitiva impulsó el armamentismo civil, en una tierra donde la tenencia de armas hacía parte de una larga tradición para la custodia del honor. Las armas facilitaron que los pequeños conflictos, que anteriormente se resolvían con el diálogo de los mayores, ahora terminaran en tiroteos con saldo de muertos y heridos. Era la locura.

Entre los miles de jóvenes campesinos que se engancharon en el negocio de la marihuana figuraba Lisímaco Antonio Peralta Pinedo, nacido en 1947 en el desaparecido caserío de Guacaraca, jurisdicción del corregimiento de Las Flores, municipio de Riohacha en la época. Hijo de Luis Rafael Peralta Moscote y María Pinedo Gil, ejerció diversos oficios desde jornalero hasta conductor de camioncitos, volquetas y taxis, empujado por la pobreza.

A mediados de los años setenta Lisímaco, al enterarse de las ganancias que producía la marihuana, decidió meterse al negocio, primero como transportador de las fincas a los puertos y pistas de aterrizaje clandestinas y luego como comprador de cosechas que él mismo embarcaba. De esa forma hizo una pequeña fortuna, invirtió en propiedades y se estableció en Santa Marta.

Por esa época conoció a Hernando Marín, famoso juglar del folclor vallenato, bohemio y aventurero, a quien invitó a finales de 1977 a una parranda en su casa en Santa Marta. Luego de tres días de whisky, Lisímaco convidó al compositor a que lo acompañara a La Guajira a ojear una caleta de marihuana que estaba próxima a embarcarse. En medio del monte guajiro, sentados sobre pacas de yerba, Lisímaco Peralta le narró a Hernando Marín la historia de su vida, la pobreza que golpeó a su familia, y las dificultades y penurias que lo acompañaron por muchos años, hasta que por fin, gracias a la marihuana, había logrado cambiar de situación. También le contó de sus sueños de infancia y de sus triunfos y derrotas amorosas. El artista, conmovido por el relato, le tarareó los primeros versos de aquella canción, que se convertiría en todo un clásico de la música vallenata.

«Ya no tengo ni penas ni sufrimientos

ya se fueron como el viento huracanado

y las penas que me ardían dentro del pecho

de penas y sufrimientos se acabaron

ya no quedan ni siquiera los recuerdos

y si llegan, ya son lluvias de verano.»

Al día siguiente, luego de dar las últimas instrucciones a los vigilantes de la caleta, viajaron hasta Las Flores, el pueblo de Lisímaco, y se alojaron en la casa de su suegra, Inés Toro. Hernando Marín, por la amistad que habían cultivado y cortado por el guayabo y el hambre luego del largo viaje, se sintió atraído por el delicioso olor de guiso que salía de una inmensa olla. Se acercó a la estufa y quitó la tapa para cerciorarse de lo que su olfato le indicaba, cuando fue sorprendido por la dueña de casa Inés Toro quien le dice: – ¡Suelte esa tapa! El músico sorprendido le dijo – ¿Doña, no sabe quién soy yo?– ¡Usted puede ser quien sea, pero a mí no me gusta que me neceen las ollas! Sin argumentos, Hernando Marín sonrió, tapó de nuevo la olla y siguió para el patio. Ya sentado en una butaca, siempre alegre y bonachón, el maestro le pidió a doña Inés que escuchara unos versos que le había compuesto a su yerno, y le cantó el coro.

«Porque fuiste como lluvia de verano.

Y al que le pique, que le pique,

por mí, que se siga rascando.»

En marzo de 1978 Hernando Marín regresó a Las Flores y le anunció a Lisímaco Peralta que su canción sería grabada por Diomedes Díaz y Juancho Rois. Inmediatamente se armó la parranda en el quiosco de Reyes Corina, y Marín cantó la versión definitiva de “Lluvia de Verano”.

«Las lluvias del verano no son frecuentes

son carrizos que refleja el tiempo malo

y si vuelve una de las que me dejaron

reconcilio porque no soy valiente

que no digan las mujeres que soy malo

malas ellas que buscan su mala suerte»

En menos de quince días el álbum La Locura sonaba a todo volumen en los equipos de sonido, pasacintas y pickups del Caribe colombiano y en las grabadoras de los estudiantes costeños de Bogotá, quienes vivían en cofradías en los barrios Palermo, Teusaquillo, Sears (hoy Galerías) y Campin. El tema “Lluvia de Verano” fue el más popular, y era cantado a todo pulmón por jóvenes y viejos mañana, tarde y noche.

«Aprendí en el diccionario de la vida

a conocer la mentira de la gente

menos mal que yo he sido un hombre valiente

que aunque sangre no me duelen las heridas

porque tengo mi experiencia conseguida

mantendré siempre levantada la frente»

La melodía se convirtió en un canto épico del guajiro y del costeño victorioso. En La Guajira y el Magdalena era el himno del marimbero triunfante, de aquél campesino que zafó a la pobreza o del urbano que había pasado de ser un varado a “tener la tula”. En Bogotá y Barranquilla era canto de quienes habían logrado estudiar un bachillerato o una universidad, hijos de los comerciantes de Maicao, los ganaderos del sur del departamento y del Cesar o de los funcionarios y pequeños comerciantes de Riohacha.

«Canto, rio, sueño y vivo alegre

Al que le duela que le duela

Si se queja es porque le duele»

“Lluvia de Verano” de alguna manera, exaltaba el fin del ostracismo guajiro que a su vez se convirtió en una peculiar presentación ante la sociedad colombiana por sus variantes extremas; la amable, representada por el mejoramiento de la calidad de vida de unos, reflejada en el acceso a la academia y la difusión de su música, y la amarga, expresada en el vendaval de violencia extrema que se vivió. Esta última de dos orígenes, la de las guerras interfamiliares y la violencia gratuita, producto de la arrogancia y la intolerancia, alimentada por el frenesí del dinero fácil y agravada por la aparición en escena de algunos psicóticos que deliraban por disparar los cuales llenarían de luto la península y parte de la costa.

La gente, especialmente la nueva generación, entonaba alegre la canción y repetía el nombre Lisímaco Peralta sin saber quién era el ahora famoso personaje. Para la mayoría era un hombre que aburrido de una situación difícil, presuntuosamente “cambió de comedero”. Reflexiones perversas afirmaban que “el comedero” era una mujer, pero no, “el comedero” era el hogar de la mujer, la novia o la amante, dónde él llegaba a veces a desayunar, a veces a almorzar y a veces a cenar. Para la mujer guajira, sea esposa, mujer, novia o amante, es muy importante que su hombre

se alimente en casa y por eso se esmera en preparar ella misma los alimentos. La ruptura de la relación produce una pérdida sentimental y lleva en consecuencia a un cambio de comedero. Y es que quien pierde a una mujer también pierde su sazón.

«Tengo talla de hombre mujeriego

como Lisímaco Peralta

voy a cambiar de comedero»

Lisímaco Peralta estaba feliz con su canción, pero no había tenido la oportunidad de escucharla en vivo, ejecutada por sus intérpretes. Las presentaciones de Diomedes y Juancho siempre se cruzaban con sus ocupaciones; cada vez que se proponía viajar a Valledupar o a Barranquilla, algo surgía: un inconveniente en el negocio, un enfermo en la familia o una visita inesperada. Era como si el destino no quisiera que los músicos se encontraran con el agraciado.

Un viaje sin retorno

En La Guajira y el Magdalena había preocupación por la cosecha de 1978; sabían de la presión que ejercía el gobierno de los Estados Unidos contra el cultivo y la exportación de marihuana a través de la fuerza pública, incluido el Ejército, la Marina y la Fuerza Aérea. Pero además, tenían presente que el gobierno de Alfonso López Michelsen tocaba a su fin y la política del nuevo presidente era una incógnita.

Lisímaco Peralta estaba intranquilo, el envío del embarque que lo convertiría en un nuevo rico se había retrasado. El buque que debía partir del puerto de Santa Marta hacia una playa de La Guajira a recoger la mercancía el 29 de julio tenía un desperfecto en el motor y su reparación tardaría algunos días. Decidió viajar entonces con uno de sus socios a la finca a poner al tanto de la situación a los vigilantes de la caleta para que no se impacientaran. Estaba nervioso, su plan era hacer el envío grande antes de la posesión del nuevo presidente, porque después cualquier cosa podía pasar. El 5 de agosto madrugó para la península, le comentó la novedad a los vigilantes y les dejó un buen mercado y abastos para una semana más.

Al tomar la troncal del Caribe de nuevo y ver en la vía el aviso que anunciaba la cercanía de su pueblo, le pidió a su socio, que entraran unos minutos para saludar a la familia. Al llegar a Las Flores se dio de cara con Adalcímenes Brito quien lo recibió con estas palabras: -Compadre, llegó como caído del cielo, hoy se presentan aquí Diomedes Díaz y Juancho Rois. -¡Cómo va a ser!- le dijo sorprendido Lisímaco. -Sí -agregó Adalcímenes- el dos cumplí años, y hoy cinco cumple mi compadre Ildefonso Pimienta, y nos pusimos de acuerdo para hacer una sola fiesta. -Compadre, voy de paso, madrugué pa’ Pénjamo y ya voy de regreso a Santa Marta, no traje ni ropa. –le contestó Lisímaco. -La ropa no es problema, yo le presto -le ripostó el compadre. -Está bien -cedió rápido Lisímaco, sin ofrecer mucha resistencia por el deseo frustrado de escuchar su canción en la voz de Diomedes Díaz. Se bajó del carro y le pidió al socio que lo viniera a buscar a primera hora del día siguiente.

En efecto, Adalcímenes Brito e Ildefonso Pimienta habían acordado hacer una sola fiesta, que pagarían entre ambos. Dos días atrás habían contratado la agrupación de Diomedes Díaz y Juancho Rois en Riohacha, cuando amenizaba en la capital del departamento el matrimonio de Danis Brito Rosado, oriundo también de Las Flores. El festejo sería en ‘Salsipuedes’, una casa que usualmente arrendaban en el pueblo para fiestas privadas o casetas.

Los cumplimentados invitaron a todo el pueblo, familia, amigos y conocidos. Entre ellos a Reyes y Juanito Guerra, dos hermanos que mantenían resquemores con Lisímaco, por motivos que se desconocían. Algunas versiones sostienen que ello obedecía a que Lisímaco, supuestamente, le prestaba su vehículo a Marcos López en Santa Marta, un florero residente en esa ciudad, enemigo de los Guerra. Otras voces niegan el hecho y aseguran que todo fue producto de un malentendido: el carro de Lisímaco Peralta era de la misma marca, modelo y color que el de Marcos López, una camioneta Dodge 300 negra, con la diferencia de que la de éste último era blindada. También se decía que la inquina entre ellos tenía que ver con una mujer, pariente de los Guerra. Lo cierto es que la inconformidad de Reyes y Juanito con Lisímaco afloró esa noche del 5 de agosto de 1978. El origen real de la pugna nunca se supo. Lo grave es que en ese tiempo los problemas se resolvían a tiros.

Por esos años Las Flores no gozaba del servicio de energía eléctrica. Y la del 5 de agosto era una noche oscura, sin luna, una verdadera boca de lobo. Los lugareños consiguieron una planta eléctrica o motor, como dicen en la zona, para suministrar energía a ‘Salsipuedes’. Hacía las 7 de la noche comenzó la fiesta; la gente se volcó a la casa de la calle 6, aglutinándose en el patio, en la sala y en la calle. La curiosidad por conocer a Diomedes y Juancho era general. Los músicos se ubicaron al final del patio en una pequeña e improvisada tarima.

Ildefonso Pimienta presentó a Lisímaco Peralta con Diomedes Díaz. Se dieron un fuerte abrazo como compadres de toda la vida. -¡El famoso Lisímaco Peralta!,- le dijo el Cacique de la Junta. -Soy famoso gracias a ti.- le contestó sonriendo Lisímaco. -Será gracias al compadre Hernando Marín- le recordó Diomedes. Se sentaron y brindaron con una Rois, como siempre, permanecía callado y solo se reía de los chistes y comentarios necios que se hacían.

“Salsipuedes”

La agrupación abrió su presentación con “Lluvia de Verano” y fue la locura, todos se levantaron a hacer palmas y cantar en coro. A Lisímaco se le aguaron los ojos de la emoción; en milésimas de segundos por su mente pasó su vida, su infancia de campesino, su juventud como conductor, sus dificultades, su pobreza y su primer “corone”. Le parecía increíble, ver y escuchar a Diomedes Díaz y a Juancho Rois en su pueblo, era algo reamente mágico. Al terminar la primera tanda, radiante y conmovido, los contrató para su cumpleaños de la próxima semana, el 12 de agosto. Les pidió que no se comprometieran por tres días y les ofreció como regalo una camioneta último modelo.

La fiesta continúo; el conjunto interpretaba cada una de las canciones del disco, convertidas en éxitos rotundos. A esas alturas ya Lisímaco había discutido dos veces con Juanito Guerra, quien insistía en el reclamo -Hoy te voy a matar- le dijo la primera vez. Lisímaco, inocente del infierno que estaba creciendo dentro de Juanito, pensó que estaba mamando gallo y contestó con una sonrisa. -¡Ve Juanito, deja de estar hablando locuras!-

Una hora después se le acerca de nuevo y le dice -Hoy te voy a matar. – Lisímaco, desprevenido y sonriente, le comentó a los dos amigos que tenía a su lado -A Juanito qué le pasa, es la segunda vez que me dice que hoy me va a matar. – Lisímaco y sus amigos se rieron, no creyeron en las palabras de Juanito Reyes, les parecía absurdo que los Guerra hablaran en serio; se suponía que aquella era una fiesta de amigos.

En esa época era normal que los hombres en La Guajira portaran armas. En los pueblos de la troncal del Caribe como Las Flores, La Punta y Dibulla se miraba como bicho raro a quien no portara un arma en su bolsillo o en su cinto. Esa noche en Las Flores, con la excepción de los cumplimentados, todos cargaban armas, motivo adicional para disuadir a cualquiera de hacer uso de ellas. El último tema de la segunda tanda de Diomedes y Juancho fue nuevamente “Lluvia de Verano”, todos seguían con palmas la canción, Lisímaco se levantó de la mesa y alzó los brazos: “Canto, rio, sueño y vivo alegre, al que le duela que le duela, si se queja es porque le duele”, coreaba con el Cacique de La Junta. Era su día, era su canto, y la próxima semana el embarque que lo convertiría en millonario partía con rumbo norte; era su triunfo.

Al final de la tanda algunos de los presentes pidieron al “picotero” que colocara algo de salsa. Empezó a sonar “El cocinero mayor” de Fruko y sus tesos. Los salseros incógnitos salieron al ruedo: Ismael Galván, Adalcímenes Brito, José Bermúdez, “patoco”, y Estivin Mendoza; se improvisó un concurso de baile y la gente se apiñó en la sala a ver el espontaneo espectáculo.

A la 1 y 10 Sidis Mendoza, la cuñada de Lisímaco, llegó a buscarlo. Le dijo con inusitada angustia, como si presintiera algo -Lisímaco, me dijiste que te viniera a buscar a la una porque venían temprano por él, vamos para que te acuestes,- le dijo la mujer. Lisímaco se quedó mirándola pensativo, y sonriente le contestó -No te preocupes, anda tú que en 15 minutos estoy allá, dile a tu mamá que ya voy.- Sidis se marchó.

A la 1 y 20 de la madrugada, el conjunto vallenato se aprestaba a dar comienzo a la tercera tanda, y mientras la mayoría de los asistentes estaban felices, gozándose la fiesta, los hermanos Guerra seguían inquietos y belicosos. Nuevamente Reyes se le acercó a Lisímaco a amenazarlo y éste con la paciencia colmada le contestó: -Bueno, tú te crees más hombre que todo el mundo.- Inmediatamente apartó a sus acompañantes, y llevó su mano al bolsillo buscando su pistola, pero Reyes sacó primero y le disparó dos tiros a quema ropa, hiriéndolo en un brazo y una mano. Lisímaco reaccionó y desenfundó su Pietro Beretta 9 mm., alcanzó a disparar una vez pero el arma se atascó. En ese momento recibió 7 tiros por la espalda de un acompañante de los hermanos Guerra, y Lisímaco cayó muerto con la pistola en la mano.

Sidis Mendoza acababa de llegar a su casa y se disponía a darle la razón a su mamá cuando se escucharon los primeros tiros. Temiendo lo peor, se llevó la mano al pecho y exclamó -¡Mamá, mataron a Lisímaco!- dijo, mientras se escuchaban más y más disparos.

Reyes intento fugarse saltando la tapia pero los acompañantes de Lisímaco lo bajaron a balazos. Recibió en total 44 tiros. La plomera fue terrible. El nombre festivo del sitio se convirtió en una espantosa realidad: Salsipuedes. Había gente disparando por todas partes. Juanito, el hermano de Reyes, intentó subirse en una mesa para disparar y uno de los presentes lo mató de un solo tiro. Ahí terminó la balacera. El hombre que le disparó a Lisímaco por la espalda había salido tranquilo en medio de la oscuridad y se encontraba ya lejos del pueblo.

El saldo fue lamentable, muertos: Lisímaco Peralta, los hermanos Juan y Reyes Guerra y José Tomás Bermúdez, este último, un anciano de 79 años. Los heridos: Eberto Alonso Povea Pérez, Cándido Celestino Povea Pérez, Enrique Luis Povea Pérez, familiares entre si quienes estaban en una misma mesa, y una mujer de nombre desconocido, natural de Tolú, invitada a la fiesta.

Cuando se armó la plomera, Diomedes Díaz y Juancho Rois se volaron la tapia, llegaron hasta la casa vecina y se metieron debajo de una cama; de ahí saldrían media hora después, descubiertos por un vecino conocido como “El negrito” quien, portando una ametralladora M-1, buscaba no se sabe a quién para matarlo. Solo hasta las tres de la mañana, cuando llegó el ejército, los músicos, escoltados por soldados, lograron abandonar Las Flores. Al subirse en el vehículo militar Diomedes sentenció -¡No vuelvo más a este pueblo!-

A esa misma hora, a decenas de kilómetros de allí, en la Sierra de la Totumita, una zona de la Sierra Nevada de Santa Marta, doña Alba Rosa Rosado, la madrastra de Lisímaco, estaba dormida; súbitamente despertó y sintió que le pasaban el peine por el cabello -Presentí que algo le había pasado a uno de los míos,- recuerda hoy, 30 años después.

Los hechos de aquel sábado aciago fueron producto de una serie de circunstancias desafortunadas que tuvieron como telón de fondo el ambiente de crispación social que se vivía en La Guajira en esos años por cuenta del negocio de la marihuana. Al parecer los hermanos Guerra no habían planeado nada, y tampoco tenían intención de hacerle el reclamo en Santa Marta a Lisímaco por la supuesta falta.

La serie imprevistos y casualidades que se conjugaron para hacer que la víctima estuviera presente en el festejo: el daño fortuito del motor del barco, su decisión de última hora de entrar a saludar a su familia; el reencuentro con los amigos; la fiesta con los ídolos vallenatos del momento, que estrenaban su canción; la negativa de atender la solicitud de su cuñada cuando fue por él, han dado pie para que en los vecinos de Las Flores exista el convencimiento de que Lisímaco Peralta murió por una mala hora. Tal vez la presentación en vivo de “Lluvia de Verano”, una innegable ovación a Lisímaco, atizó odios reprimidos, sostienen algunos. Lisímaco Peralta estaba casado con Aura Leticia Arévalo, su paisana, con quien tuvo 4 hijos. La semana siguiente cumpliría 30 años de edad.

Su nombre quedó inscrito para siempre en la Leyenda Vallenata con la canción que le compuso su amigo Hernando Marín, esa jocosa melodía adoptada como canto triunfal por toda una generación de guajiros y costeños, que 32 años después los parranderos siguen entonando a todo pulmón.

Su famoso intérprete, Diomedes Díaz, ha cumplido la promesa que hizo aquella noche debajo de una cama, en medio del tableteo incesante de pistolas y revólveres: no ha vuelto a cantar en Las Flores.

Epílogo

Horas después de la muerte de Lisímaco Peralta, en la lejana Bogotá, tomaba posesión como presidente de la República Julio Cesar Turbay Ayala. El primer acto de su gobierno consistió en la expedición del decreto 1923, también conocido como el Estatuto de Seguridad, con base en el cual ordenó militarizar La Guajira con más de 10.000 soldados, derribar los aviones no autorizados que llegaran a la península y bombardear las pistas clandestinas. El principio del fin de la bonanza marimbera había comenzado.

Por: Fredy González Zubiría

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