Crónicas vallenatas: Un cantor descalzo en la ventana marroncita, La historia de amor entre Diomedes Diaz y Patricia Acosta.
Patricia Acosta contaba trece años cuando conoció a aquel muchacho descalzo que cargaba en la cabeza una palangana repleta de guineos maduros. Lo primero que pensó fue que se trataba con toda seguridad del muchacho más feo del mundo: esquelético, mal trajeado, percudido. Tenía un ojo chueco que a veces parecía abierto y a veces cerrado, y una greña horrible adherida a la frente sudorosa. Resultaba imposible, además, estar frente a él sin examinar su nariz ancha de orificios demasiado abiertos. Cuando el chico notó que ella lo estaba mirando, sonrió. Entonces fue el acabose: además de todas las calamidades anteriores, le faltaba un diente.
Patricia siguió mirándolo hasta cuando dobló por la esquina. Tan pronto como lo perdió de vista corrió a averiguar quién era.
—Ese es Diomedes Díaz —le dijo su mejor amiga.
—Yo nunca lo había visto en La Junta.
—Lo que pasa es que él es de Carrizal. Esa misma tarde Patricia siguió indagando por la vida del pequeño vendedor callejero. Así supo que era hijo de Elvira Maestre, una artesana que elaboraba mochilas de fique. Su padre, Rafael Díaz, era uno de los ordeñadores de la hacienda El Higuerón. A Patricia le llamó la atención el hecho de que todas las personas que le entregaban información se refirieran, invariablemente, a la pobreza de la familia.
—Son tan pobres —le dijo una tía suya— que a veces demoran hasta dos días seguidos sin cocinar y el fogón frío se les inunda de lagartijas.
Los informantes de Patricia coincidían en que el tal Diomedes trabajaba como adulto: madrugaba para auxiliar a su padre en los deberes del monte, ayudaba a su madre a tejer las mochilas, le colaboraba a un tío que sacrificaba chivos, y además vendía guineos y arepitas de queso. Lo que nadie contaba era por qué el muchacho tenía el ojo contrahecho, justamente el misterio que más la intranquilizaba. Para despejar la incógnita decidió consultar a su primo Luis Alfredo Sierra, afamado en La Junta por su condición de chismoso. Luis Alfredo le dio un reporte completísimo. Dos años atrás, cuando Diomedes vivía en Villanueva, se fue una tarde con su hermano Rafael y con un amigo a coger mangos en una huerta del pueblo. El único de los tres niños que se animó a subir a la copa del árbol fue Diomedes. Rafael consiguió una caña larga con horqueta para jalar los racimos. El amigo dijo que prefería tumbar los mangos con su honda. De pronto, Diomedes empezó a gritar que acababa de descubrir el gajo más bonito de todos. Ahí mismo dio un salto con el fin de alcanzarlo. Fue entonces cuando una de las piedras lanzadas desde abajo por su amigo se estrelló contra su ojo derecho. Diomedes cayó de bruces con el rostro bañado en sangre. Y si sobrevivió para echar el cuento fue gracias a que el piso se encontraba tapizado de hojas secas.
En los siguientes encuentros casuales Patricia tuvo la impresión de que el muchacho se iba volviendo cada vez más feo. Pero mientras más espantoso lo veía, más curiosidad sentía por él. Buscaba información en un lado, buscaba información en el otro. Una tarde su mejor amiga la encaró: ¿no sería que «el pelaíto horrible» la tenía flechada? Si acaso fuera así, más le valdría que se olvidara inmediatamente del asunto: ese muchachito, además de parecerse a un oso hormiguero, vivía apretujado con un montón de hermanos en una casucha de las afueras de La Junta. Ella, en cambio, era una niña del centro, una niña del barrio La Ribería, una niña de familia acomodada. La tía que le había contado la historia del fogón invadido de lagartijas también intentó desilusionarla: el papá del muchacho —le dijo— era hijo de un forastero de apellido Cataño que se negó a reconocerlo. Así que, para colmo de desdichas, el tal Diomedes descendía de un hombre bastardo. Su apellido no debería ser Díaz sino Cataño.
Por aquella época las familias pudientes de La Junta enviaban a sus hijos adolescentes a cursar el bachillerato como internos en colegios de las grandes capitales del país. A Patricia la mandaron para Bucaramanga. Durante los primeros días pensó en el muchacho. Hasta deseó tener dinero de sobra para costearle el montaje del diente que le faltaba. O para comprarle, siquiera, un buen par de zapatos. Después se zambulló en su rutina de estudios y se olvidó de él. Volvió a La Junta en las vacaciones de diciembre. Tan pronto como descargó las maletas salió apresurada en busca de sus amigos. El parque principal se encontraba atestado de estudiantes que vivían por fuera, como ella, y estaban de regreso en el pueblo pasando las navidades. En una de las esquinas había un conjunto vallenato. Patricia se abrió paso entre la turba porque necesitaba curiosear. Lo que vio la dejó perpleja: el cantante del conjunto era el muchacho feo. Jamás se hubiera imaginado algo así, por Dios. ¿A qué horas el chico apocado que ella conocía, el de los pies desnudos y la palangana de guineos en la cabeza, se había transformado en este cantante que transpiraba autosuficiencia y tenía a la multitud deslumbrada? Cantaba a viva voz, sin micrófono, utilizando unos gestos ampulosos ajenos al folclor vallenato.
Los juglares de aquellas tierras eran campesinos de manos callosas que entonaban sus canciones mientras ejecutaban el acordeón, y nunca acudían a mímicas estrafalarias en sus presentaciones públicas. Podían emborracharse como una cuba pero siempre se mantenían bien puestos en sus sitios: austeros, estrictos, como si la música fuera uno más de sus quehaceres en el monte. El tal Diomedes, en cambio, se excedía en ademanes teatrales: entrecerraba los ojos, ladeaba la cabeza, caminaba de un extremo al otro. Además, se ponía las manos en el pecho con las palmas para arriba y los dedos apuntando hacia el público. Todos esos movimientos estrambóticos le conferían un aire de superioridad que no se compadecía con la imagen de fracasado que Patricia tenía de él. El chico había mejorado, sin duda. Todavía le faltaba el diente, claro, pero ya por lo menos no andaba descalzo: llevaba unas chanclas hechas con neumáticos viejos.
Cuando el tal Diomedes descubrió a Patricia entre el público la convirtió en el motivo único de su canto. Le dijo en versos que ella era la flor más linda de La Guajira, que su cabello era tan hermoso como la mata de calaguala y que quería regalarle una serenata. Mientras cantaba, caminaba frente a ella como el pavo real que arrastra el ala alrededor de su hembra. De manera inesperada, Patricia pasó a ser el epicentro de la reunión. Se sintió incómoda, abochornada. Como le resultaba imposible soportar tantos ojos fisgones, decidió marcharse. En el camino tuvo sentimientos encontrados: odió al muchacho feo porque la hizo avergonzar ante el gentío, odió a la multitud porque la intimidó con su mirada indiscreta, se odió a sí misma porque fue incapaz de controlar sus prejuicios. Pero también advirtió que se encontraba contenta. El muchacho que tanto interés le había despertado podría ser el más pobre del planeta, pero no era ningún mequetrefe, definitivamente. Al contrario, era una criatura tocada por un don especial. Cantaba bastante bien, se desenvolvía con gracia, llamaba la atención. Y además acababa de clavarle una flecha mortal en todo el centro de su vanidad de mujer al señalarla en público como su musa. Antes de dormirse aquella noche pensó en un detalle que se le antojó paradójico: el muchacho que le acarició el alma con sus piropos cantados nunca le había dirigido la palabra. No le había dicho siquiera un «buenos días».
Al otro día Patricia se sentó en una mecedora a tomar la fresca de la tarde. Casi en seguida apareció el muchacho. La misma palangana de siempre en la cabeza, la misma camisa ancha que le bailaba en el cuerpo. Lo único nuevo era una grabadora grande que llevaba en el hombro. Justo cuando le pasó por el frente se escuchó una canción que ella desconocía, hecha por un enamorado que le ofrecía una serenata a su amada. Al día siguiente se repitió la escena: Patricia se sentó en la terraza y el muchacho desfiló frente a ella con la grabadora en el hombro. Sonó la canción del galán que prometía la serenata. El muchacho pasó una tarde, dos tardes, tres tardes más, siguió pasando las tardes siguientes, y así la cita vespertina se volvió un pacto sagrado. De tanto oír la canción, Patricia se aprendió de memoria los dos primeros párrafos. Se trataba del paseo Amor de quinceañera, interpretado por Jorge Oñate:
Hago este paseo para una niña muy querida
Y que de veras esa mujer se lo merece
Y le pido que siempre tenga presente
Que adonde vaya por mí será perseguida.
Y le pongo serenata
Cada vez que se me antoje
En la ventana e’ su casa
Pa’ que se sienta conforme.
Un mediodía Patricia fue abordada en la calle por un niño que se parecía muchísimo al muchacho feo. Caramba, caramba, ¿sería que empezaba a desvariar y a ver por todas partes al chico que le quitaba el sueño? La duda le duró pocos segundos, pues el niño habló de una vez. Dijo que su nombre era Juan Manuel Díaz pero que todo el mundo le llamaba ‘el Cancu’. Estaba allí porque Diomedes, su hermano mayor, le había mandado a ella un papelito. A continuación le entregó el recado y le pidió que lo leyera en seguida, ya que su hermano necesitaba una respuesta inmediata. Lo que el remitente proponía —sin rodeos, sin arandelas— era una cita a las cinco de la tarde en las afueras del pueblo. Patricia contestó que sí en el acto, no porque estuviera decidida sino porque le apenaba hacer esperar al mensajero. El caso es que cuando comenzó a acicalarse para asistir al encuentro se sintió vencida por el miedo.
El paso que iba a dar era supremamente temerario. Su padre, Pedro Ángel Acosta, más conocido en la comarca con el sobrenombre de ‘el Negro’, era un machote robusto capaz de intimidar al más valiente con una simple mirada. Guajiro de pura cepa, de los de antes: machista, dominante, libertino con las hijas ajenas y puritano con las propias. Había educado a sus nueve hijos bajo los mismos principios severos con los cuales lo formaron a él. A los tres varones les enseñó a trabajar desde pequeños y a las seis mujeres les advirtió que por ninguna razón consentiría que anduvieran sueltas de madrina viviendo sus amoríos a escondidas en el primer recoveco que se les antojara. Les decía, mirándolas a todas a los ojos, que esas no son cosas de una mujer seria. Lo característico de la mujer seria es recibir en su casa al pretendiente. Mantenerse siempre bien puesta en su lugar para darle a entender al enamorado que no es ninguna aventurera de montes ni de callejones. De modo que cuando una hija suya se enamorara no tendría más alternativa que traer el novio a la casa. Pero eso sí: el tipo que pusiera un pie en la terraza tendría que fijar la fecha del matrimonio antes de terminar la primera visita.
Patricia tenía, pues, razones de sobra para estar asustada y a punto de cancelar la cita. A esas alturas juzgó pertinente oír la voz de una mujer de experiencia. La única que le inspiraba confianza era la empleada doméstica de su familia, una matrona que fumaba cigarrillos sin filtro con el cabo encendido dentro de la boca. Solo ella, de entre todas las mujeres mayores que consideró, sería capaz de guardarle el secreto. Además, se trataba de una señora que a sus sesenta años ya estaba por encima del bien y del mal. Seguramente sabría aconsejarla sobre la forma en que deben manejarse las calenturas del amor. La empleada la escuchó con atención, el rostro oculto en la humareda de su cigarro. Al final soltó el dictamen:
—Ay, mijita, cuando la vaca quiere verse con el toro, se ve con el toro. Y si no le dan permiso para salir por la puerta, rompe la cerca y se sale por el roto.
Era la clave que buscaba: si ella traía a Diomedes a la casa para presentarlo como su novio, desde luego que se lo rechazarían. De modo que le tocaba violar el código de honor de su padre para encontrarse con el muchacho en otro lado. Estaba claro que le negarían el permiso para salir por la puerta a verse con él. En consecuencia, su única opción era romper la cerca y escaparse por el roto. Así lo hizo esa tarde y las tardes siguientes. A los pocos días el noviazgo se volvió un tema de dominio público.
Cuando ‘el Negro’ Acosta se enteró, montó en cólera: la insultó, la encerró en su cuarto y le prohibió salir. A partir de ese momento Patricia empezó a comunicarse con Diomedes a través de papelitos. Los mensajeros eran ‘el Cancu’, de parte de él, y la empleada doméstica, de parte de ella. Un día los novios cayeron en la cuenta de que en la habitación de Patricia había una ventana marrón que daba a la calle. Fue como si, de repente, los dos condenados hubieran descubierto que tenían en los bolsillos las llaves de la cárcel. Entonces Diomedes llegaba todas las madrugadas al pie de la ventana y ella se asomaba para atender sus visitas. Así conversaban, así se arrullaban y así se permitían hasta el lujo de besarse. Los amigos comunes de ambos murmuraban que a Diomedes se lo veía todas las mañanas con los barrotes de la ventana pintados en la frente.
Pasaba el tiempo. Patricia viajaba cada comienzo de año a Bucaramanga. Diomedes trabajaba en Valledupar como mensajero de Radio Guatapurí. Durante aquellos periodos de distanciamiento los dos enamorados se comunicaban a través de cartas. Cuando regresaban a La Junta en las vacaciones decembrinas, se encontraban a medianoche en la ventana de Patricia.
A lo largo de esos años de lejanía forzosa Diomedes mantuvo otros amoríos. Muchísimos. En 1976, cuando apenas contaba diecinueve años, ya era padre de dos hijas: Rosa Elvira y Malena Rocío. La primera fue producto de su relación con Bertha Mejía y la segunda, de su romance con Martina Sarmiento. Por aquellos días debutó en el mercado del disco. Meses atrás, en ese mismo año de 1976, Diomedes había participado en el concurso de canción inédita del Festival Vallenato, en el cual ocupó el tercer puesto con su paseo El hijo agradecido. En la sede del evento —la Plaza Alfonso López de Valledupar— conoció al rey vallenato de ese año en la categoría de acordeonero profesional, Náfer Durán. Varios personajes del folclor, entre ellos el compositor Félix Carrillo Hinojosa, estimaron que la unión de Diomedes con Náfer era «un suceso natural». El primero era un cantante anónimo en busca de oportunidades y el segundo un juglar notable, ya veterano, que durante los últimos años había dejado al margen la música para dedicarse por entero a la agricultura. A ambos les servía muchísimo juntarse y grabar: a Diomedes para darse a conocer y a Náfer para retornar después de una prolongada ausencia. El hecho de que los dos se hubieran destacado en aquel festival era un buen argumento comercial para producirles el disco. Así se lo expresó Carrillo a Rafael Mejía, delegado de la casa Codiscos. Antes de responder a la propuesta Mejía solicitó un casete que contuviera la voz de Diomedes Díaz. En cuanto lo oyó soltó el veredicto más descarnado:
—Canta mejor un pollo al horno.
Se necesitó el padrinazgo de muchas personas respetadas del vallenato, como el compositor Alonso Fernández Oñate, para que Mejía le brindara la oportunidad a Diomedes. El disco, en todo caso, fue un fracaso en ventas. Una de las canciones de ese primer álbum había sido compuesta por el propio Diomedes Díaz: El chanchullito. El título era una referencia velada a las artimañas que debían utilizar Patricia y él para vivir su idilio a pesar de la vigilancia exasperante de la familia de ella. En aquel momento la historia de los encuentros clandestinos en la ventana se conocía en todo el pueblo. Se decía que ‘el Negro’ Acosta andaba a la expectativa para caerles por sorpresa a los dos tortolitos. La tercera estrofa de la canción se hacía eco de tales rumores:
Déjate de pendejá
debes de poné cuidao
que nos tienen vigilaos
aunque sea por no dejá
nos van a cogé pillaos
y a ti te pueden fregá.
En la cuarta estrofa Diomedes mataba dos pájaros de un solo tiro. Por un lado insistía en el recelo de la familia Acosta. Y por el otro intentaba tranquilizar a Patricia, quien dudaba de él debido a sus continuas infidelidades:
En tu casa están pendientes
le temen hasta a tu espejo
como los dos nos queremos
nos unimos prontamente
y si no nos mata una peste
nos vamo’a morí de viejos.
Una noche Diomedes estimó que había llegado el momento de dar la cara como hombre ante la familia de Patricia. Que se enojara el que se enojara, que se desmayara quien quisiera desmayarse. Él necesitaba dejar claro que así escondieran a Patricia en el último rincón del mundo iba a luchar por ser su dueño. Se había pasado todo el día de juerga. Estaba envalentonado, acaso, por los efectos del licor. O acaso porque tenía conciencia de que empezaba a ser un cantante apreciado en la región y consideraba que esa circunstancia le permitía levantar el pecho ante cualquiera, ya que, al fin y al cabo, él no era menos que nadie. Así que en la madrugada llegó a la misma ventana de siempre, acompañado por sus compinches de parranda. La tropa cargaba una grabadora en la cual se hallaba cuadrada la canción que a Patricia más le gustaba: Rosa jardinera, interpretada por Jorge Oñate.
Hay grandes penas que hacen llorar a los hombres
a mí en la vida me ha tocado de pasarlas
fue cuando entonces se enlutaron mis canciones
hasta llegá a pensar que ya mi fuente se secaba
pero volvió el compositor que no cantaba
regando con sus canciones florecitas
hoy ya de nuevo se escucha en la madrugada
ese bullicio de un parrandero que grita.
Antes de que terminara la canción se encendieron las luces de la casa. Entonces salió Hernán, hermano de Patricia. Portaba un revólver y venía echando pestes a diestra y siniestra. Primero dirigió una mirada retadora a los responsables de la serenata, después hizo un disparo al aire. El enamorado y sus secuaces huyeron en estampida. Los vecinos se asomaron despavoridos por sus ventanas. Hubo estruendo, regaños, llanto. Al final volvió a reinar el silencio de la madrugada, interrumpido de vez en cuando por el ladrido de los perros y el lamento de las cigarras.
A la mañana siguiente ‘el Negro’ Acosta le cantó a Patricia la tabla de las nuevas prohibiciones: en adelante no podría abrir la ventana de su cuarto a ninguna hora, ni recibir la visita de sus amigas y ni siquiera ir a misa. Al tal Diomedes solo quería enviarle una advertencia: ojalá se atreviera a venir otra vez a su casa para enseñarle cuál es la fruta que purga al mono. En aquel momento los dos enamorados, como fieras en celo, decidieron jugarse sus restos: Diomedes consiguió un par de radioteléfonos de corto alcance, de esos conocidos con el nombre de walkie-talkies, unos aparatos que en aquella época eran muy codiciados por los niños como juguetes navideños. Se quedó con uno y le mandó el otro a Patricia. Así que todas las noches —ella atrincherada en su habitación y él parapetado en una esquina oscura cercana a la casa— la pareja se daba gusto conversando a sus anchas.
Diomedes volvió a grabar en 1977, acompañado por el acordeonero Elberto López, más conocido con el apodo de ‘el Debe’. Ese segundo disco contenía un paseo compuesto por el cantante: Tres canciones.
Hágame el favor, compadre Debe
y en esa ventana marroncita
toque tres canciones bien bonitas
que a mí no me importa si se ofenden.
En ese momento la carrera musical de Diomedes se disparó. Patricia, como musa de la canción que jalonó las ventas del disco, era protagonista del feliz suceso. Resultaba apenas justo compartir con ella la bonanza que, al parecer, se avecinaba. Diomedes «se robó a la muchacha» —así se decía en La Junta por aquella época— y se puso a vivir con ella en unión libre. Se casaron en 1978, cuando él contaba veintiún años y ella veintidós. El día del matrimonio los dos enamorados se enteraron de un hecho que les causó mucha gracia: el éxito de Tres canciones había convertido la casa de la familia Acosta en un lugar de peregrinación. Los visitantes —turistas, periodistas, simples melómanos— se arrimaban a conocer «la ventana marroncita». Entonces Hernán, el hermano de Patricia, agarró otra rabieta y pintó de verde la ventana. Pero su gesto no impidió que la canción siguiera sonando, ni detuvo la romería de mirones, ni les amargó la luna de miel a los recién casados.
Un año después nació Rafael Santos, el mayor de los cuatro hijos de la pareja. La llegada del nieto enterneció al ‘Negro’ Acosta. Aparte de declarar que estaba dispuesto a perdonarlos, fue en persona a buscarlos. De ese modo Patricia y Diomedes pudieron volver a la casa prohibida. Y durante tres días con sus noches recibieron las atenciones de toda la familia.
Por: Alberto Salcedo Ramos
Fragmento del libro «La eterna parranda»
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